jueves, 6 de agosto de 2015

Gilbert Keith Chesterton: La acusación y la defensa

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Ediciones De La Mirándola acaba de publicar la primera traducción al castellano del primer libro de ensayos de Chesterton, La acusación y la defensa
De la extensa obra de Chesterton, lo más difundido son, sobre todo, los cuentos detectivescos del Padre Brown y la novela metafísico-policial El hombre que jueves. Lo más importante, sin embargo, se encuentra en sus ensayos, que, en número superior a 4.000, publicó a lo largo de su vida en diversos periódicos antes de recogerlos en libro. Éstos fueron los que, junto con sus libros de crítica literaria y de apología cristiana, le ganaron la fama mundial que lo convirtió en uno de los escritores más influyentes de su tiempo. La acusación y la defensa, primera de estas recopilaciones, muestra ya, en sus deliciosas páginas, toda la maestría del autor.
Proponemos aquí una primera selección de distintos pasajes de esta obra.

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A lo largo de toda la historia de la humanidad rige una extraña ley: la que dice que los hombres tienden continuamente a subestimar su ambiente, a subestimar su felicidad, a subestimarse a sí mismos. El gran pecado de la humanidad, el pecado del que es representativa la caída de Adán, es la tendencia, no al orgullo, sino a esta extraña y horrible humildad. Ésa es la gran caída, la caída por la cual el pez olvida el mar, el buey olvida el prado, el oficinista olvida la ciudad, todo hombre olvida su ambiente y, en el sentido más pleno y literal, se olvida a sí mismo. Ésa es la verdadera caída de Adán, y es una caída espiritual. Es cosa extraña que muchos hombres auténticamente espirituales, tales como el general Gordon, hayan pasado realmente algunas horas especulando acerca de la ubicación precisa del Jardín del Edén. Lo más probable es que todavía estemos en el Edén. Sólo son nuestros ojos los que han cambiado.
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El hombre que hace una promesa se da cita a sí mismo en algún lugar o momento lejanos. El peligro que esto encierra es que él mismo falte a la cita. Y, en los tiempos modernos, este terror de uno mismo, de la debilidad y la mutabilidad de uno mismo, ha aumentado peligrosamente, y es la base real de la objeción que se le hace a cualquier tipo de promesas. Un hombre moderno se abstiene de jurar que contará las hojas de uno de cada tres árboles en el Holland Walk, no porque sea tonto hacerlo (hace cosas mucho más tontas), sino porque tiene la profunda convicción de que antes de llegar a la hoja número trescientos setenta y nueve del primer árbol estará sumamente cansado del asunto y querrá irse a su casa a tomar el té. En otras palabras, tememos que a esas alturas sea, según dice la expresión usual pero horriblemente elocuente, otro hombre.
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Los martirios cristianos eran más que demostraciones: eran anuncios publicitarios. En nuestros días, la nueva teoría de la delicadeza espiritual querría alterar todo esto. Permitiría que a Cristo se lo crucificase si fuera necesario para Su Naturaleza Divina, pero preguntaría, en nombre del buen gusto, si no se lo podría crucificar en un cuarto privado. Declararía que el acto de un mártir al ser despedazado por leones es vulgar y sensacional, aunque, desde luego, no objetaría que lo despedazase un león en nuestro propio salón y delante de un círculo de amigos realmente íntimos.
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Durante siglos la religión ha estado tratando de hacer que los hombres se regocijen con las “maravillas” de la creación, pero olvidó que una cosa no puede ser completamente maravillosa mientras siga siendo sensata. Mientras consideramos un árbol como una cosa obvia, natural y razonablemente creada para que se lo coma una jirafa, no podemos maravillarnos debidamente con él. Es cuando lo consideramos una prodigiosa ola del suelo viviente alzándose hacia los cielos sin ninguna razón en particular cuando nos sacamos el sombrero, ante el asombro del cuidador del parque. Todo tiene, de hecho, un lado oculto, como la luna, patrona del nonsense. Visto desde ese lado, un pájaro es una flor que se soltó de la cadena de su tallo; un hombre, un cuadrúpedo que muestra su habilidad parándose sobre las patas traseras; una casa, un sombrero gigantesco para cubrir a un hombre del sol; una silla, un aparato de cuatro patas para un tullido que sólo tiene dos.
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La concepción del Pastor Ideal les parece absurda a nuestras ideas modernas. Pero, después de todo, era quizás el único oficio de la democracia que fue equiparado a los oficios de la aristocracia, incluso por la aristocracia misma. El pastor de la poesía pastoril era, sin duda alguna, muy distinto del pastor de la realidad. Mientras que uno, inocentemente, les tocaba la flauta a los corderos, el otro, inocentemente, los maldecía; y su disparidad de inteligencia y de aseo personal era inmensa. Pero la diferencia entre el pastor ideal que bailaba con Amarilis y el pastor real que la molía a palos no es ni un poquito mayor que la diferencia entre el soldado ideal que muere para capturar la bandera enemiga y el soldado real que vive para limpiar su equipo, entre el sacerdote ideal que está perpetuamente junto a la cama de alguien y el sacerdote real que se siente tan contento como cualquier otro de irse a la suya. Hay concepciones ideales y hombres reales en todas las profesiones; sin embargo, pocos son los que ponen reparos a las concepciones ideales, y no muchos, después de todo, los que ponen reparos a los hombres reales.
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Difícilmente se pueda hacer alguna vez que la gente meramente educada crea que este mundo es, en sí mismo, un lugar interesante. Cuando miran una obra de arte, buena o mala, esperan sentirse interesados, pero cuando miran el anuncio de un diario o un grupo en la calle, no esperan, propia y literalmente hablando, sentirse interesados. Pero para la gente común y sencilla este mundo es una obra de arte, aunque sea, como muchas grandes obras de arte, anónima. Esperan que la vida les interese con el mismo tipo de alegre e inconmovible seguridad con que nosotros esperamos que nos interese una comedia por la que pagamos dinero a la entrada. A los ojos de la suprema escuela de la exigencia contemporánea, el universo es, en verdad, un cuadro mal dibujado y excesivamente colorido, los garabatos en círculos de un niño en la pizarra de la noche; sus cielos estrellados son un diseño vulgar que no querrían en el empapelado de sus paredes; sus flores y frutas tienen una brillantez charra, como el sombrero dominguero de una florista.
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Hubo en la Revolución Francesa una clase de gente de la que todos se reían, y de la que probablemente era difícil, en la práctica, evitar reírse. Intentaron erigir, por medio de enormes estatuas de madera y festivales totalmente nuevos, las más extraordinarias nuevas religiones. Adoraban a la Diosa de la Razón, que resultaría ser, incluso después de tomar en cuenta de la manera más completa las muchas virtudes que tenían, la deidad que menos les había sonreído. Pero esos locos frenéticos, repudiados tanto por el viejo como por el nuevo mundo, eran hombres que vieron una gran verdad desconocida tanto para el nuevo como para el viejo mundo. Vieron aquello que permanecía oculto para los sabios y los perspicaces, para toda la moderna civilización democrática hasta la época presente. Se dieron cuenta de que la democracia debe tener una heráldica, que debe tener una pompa orgullosa y colorida, si tiene que mantener siempre presente ante su propia mente su propia misión sublime. 
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Es extraordinario contemplar la gradual emasculación de los monstruos del mito griego bajo la pestilente influencia del Apolo de Belvedere. La quimera era una criatura de la que cualquier pueblo de mente sana se habría sentido orgulloso; pero cuando la vemos en las pinturas griegas, nos sentimos inclinados a atarle una cinta alrededor del cuello y darle un platito de leche. ¿Quién siente que los gigantes del arte y la poesía griegos eran realmente grandes —grandes como lo fueron algunos gigantes de las leyendas populares? En alguna historia escandinava, un héroe camina kilómetros y kilómetros por una cadena de montañas, que finalmente resulta ser el puente de la nariz del gigante. Eso es lo que deberíamos llamar, con la conciencia tranquila, un gran gigante. Pero esta fantasía sísmica aterrorizaba a los griegos, y su terror aterrorizó a la humanidad entera despojándola de su amor natural por el tamaño, la vitalidad, la variedad, la energía, la fealdad. La intención de la Naturaleza fue hacer de cada rostro humano, mientras resultara convincente, algo individual y expresivo, para que se lo viera como distinto de todos los demás, así como un álamo es distinto de un roble y un manzano de un sauce. Pero lo que los jardineros holandeses hicieron con los árboles, los griegos lo hicieron con la forma humana; podaron sus rasgos vivientes y expansivos para darle cierta forma académica; troncharon narices y recortaron barbillas con una horrible calma hortícola. Y hasta ahora, realmente, han tenido éxito, haciendo que llamemos feas algunas de las caras más potentes y atractivas, y hermosas algunas de las caras más tontas y repulsivas.
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La acusación y la defensa - Gilbert Keith Chesterton.
Traducción, prólogo y notas de Carlos Cámara.
ISBN: 978-987-3725-07-4
Ediciones De La Mirándola, julio de 2015.
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